jueves, 6 de mayo de 2010

El cuento de la lechera. Germán Ojeda (Norte Noticias)




Mayo 2010
Como en un espejo
El cuento de la lechera
Por Germán Ojeda Méndez-Casariego

Había una vez un país donde sobraba el dinero. La gente era medianamente feliz, creía en el futuro con optimismo, y soñaba con un bienestar inagotable.
El país había salido hacía poco de una dictadura sangrienta, y una mezcla de miedo, aprensión y vergüenza le hacía cerrar los ojos hacia el pasado y dedicarse exclusivamente a gozar de los bienes recién adquiridos, la libertad sobrevenida que se estrenaba con fruición.
Después de unos primeros años de incertidumbre, aquel país encontró una senda de crecimiento y estabilidad que parecía fundarse en bases firmes. El pasado estaba atado y bien atado por una ley de amnistía o punto final que pretendía “superar rencores del pasado” y mirar hacia el futuro sin complejos. La economía brindaba sus frutos a raudales, el trabajo fue haciéndose menos gravoso a medida que la mano de obra inmigrante fue ocupando los puestos más ingratos, y los nativos empezaron a sentirse cómodos en un estado que les ofrecía crecientes motivos de bienestar.
El auge del consumo fue motor poderoso para la industria, modernizada a trompicones, a la vez que comenzaba la reconversión que cerraba explotaciones primarias y extractivas por su baja rentabilidad, creando los primeros bolsones de desempleo. La construcción empezó a despuntar como una inversión rentabilísima, primero para atender la crónica escasez de viviendas dignas, luego para un mercado de segundas y terceras viviendas, y finalmente para la pura y simple especulación, comprando barato lo que lo que en pocos años se vendería a precio triplicado. Al mismo tiempo, los bancos se hicieron cada vez más fuertes por el volumen de sus fondos, tanto como por un creciente endeudamiento de la sociedad que contribuía a ensanchar su cartera.
En un intento de garantizar férreamente la estabilidad monetaria, el gobierno decidió unir la moneda nacional a otras monedas extranjeras. Ahora en posesión de una moneda fuerte, los nativos de aquel país se hicieron conocidos en todo el mundo por su propensión a viajar y su facilidad para el gasto. En el ámbito interno, se hizo habitual el cambio de vehículos en pocos años para pasar a modelos más nuevos y potentes, y la constitución de hipotecas y créditos voluminosos para comprar las nuevas viviendas en barrios de cierta categoría.
Pero algo no iba bien. La moneda sobrevalorada hizo que la industria se volviera poco competitiva, y así empezaron a cerrar algunas fábricas, mientras en otros sectores proliferaron las jubilaciones anticipadas, siempre con la excusa de que “las paga la empresa” pero que en realidad resultan gravosas para la sociedad en su conjunto, que tiene que mantener a una cada vez más amplia clase ociosa. El desempleo empezó crecer a ritmo desusado, mientras la palabra “crisis” se propagaba de boca en boca, aunque el gobierno intentara tranquilizar a la opinión pública con gestos de suficiencia. La falta de incentivos a la producción hizo que grandes fortunas se pasaran a la simple especulación, cuando no directamente a ocupaciones delictivas.
Mientras tanto, surgió la moda de las privatizaciones. Ante el deterioro creciente de la educación y la sanidad públicas, algunos gobiernos regionales impulsaron y promovieron la privatización (total, parcial o encubierta) de dichos servicios, especialmente en beneficio de quienes podían pagarlos. Se fueron ahondando así las desigualdades: Una minoría pudiente, en muchos casos enriquecida en el trapicheo de los años felices, una clase media endeudada y atemorizada, y una clase trabajadora con cada vez menos trabajo, menos derechos y menos esperanza.
De pronto saltaron las alarmas: El sistema bancario se resentía por el aumento de la morosidad y la ralentización de la actividad económica en general, así como, en algunos casos, por una nefasta e interesadamente desviada política de inversión. Pidieron ayuda al Estado, y el Estado vino presto a sostenerles. Pero el dinero se acababa, la recaudación caía y las perspectivas parecían claramente recesivas, algo similar a lo que estaba sucediendo en países de su entorno, lo que por ser mal de muchos, no parecía servir de consuelo.
Hubo que pedir consejo y ayuda al exterior. De donde, por cierto, habían llegado los cantos de sirena para el montaje del sistema que ahora se tambaleaba, cuando no los capitales directamente involucrados y que ahora parecían volatilizarse. Y el exterior ayudó: El FMI envió sus recetas condicionadas, y una vaga promesa de fondos disponibles. Lo mismo hicieron otros acreedores. Y el país enfermo, temeroso de las consecuencias de mantenerse al margen, las aceptó callado. Y así, se impuso a aquel país una cirugía de caballo.
Se restringieron notablemente las inversiones en obra pública, lo que ahondó la crisis del sector de la construcción. Disminuyeron notablemente, o se anularon, muchos beneficios sociales recientemente implantados. Se rebajaron los sueldos a los funcionarios y empleados del Estado, se congelaron las jubilaciones, se quitaron subsidios. Se aumentaron impuestos, pero no a los sectores que habían salido tan ampliamente beneficiados en épocas de despilfarro, sino a todos por igual. Se explicó a la ciudadanía que “había que hacer un esfuerzo conjunto”, poniendo todos el hombro o lo que fuera menester para recuperar la economía.
Pero las medidas, apresuradamente tomadas bajo presión interna y externa, no surtieron efecto. El consumo disminuyó aún más, la industria acentuó la desocupación, la pobreza creció como río desbordado. La especulación empezó a embolsar el dinero, cada vez más oscuro, y llegó un momento en que la fuga de capitales en busca de plazas más seguras fue imparable. El gobierno, acorralado, para evitar el colapso bancario (cuando ya los grandes inversores alertados habían escapado) cerró el grifo goteante y decretó la limitación de extracciones a 200 dólares semanales. Entonces, todo estalló.
La clase media, empobrecida, estafada, con su dinero encerrado en el banco, empezó a golpear cacerolas vacías y a encender hogueras en las calles. La clase trabajadora, o lo que había sido de ella, en algunos casos desesperados empezaron a saquear supermercados, en busca de comida y de bienes ya inalcanzables. El recurso del Estado a la violencia sembró las calles de víctimas. Y por primera vez, en el rico país de antaño empezó a hablarse abiertamente de hambre.
En el último párrafo, el lector habrá advertido que me estaba refiriendo al pasado reciente de la República Argentina, hoy otra vez en la buena senda. Pero hasta ese momento, ¿verdad que se parecía, demasiado, a algo mucho más cercano? Mirémonos, por favor, en el espejo. No cometamos los mismos errores. Rompamos de una vez la terrible lógica del neoliberalismo.